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En un parpadeo

  • Rose Brancoli
  • 16 jul 2021
  • 4 Min. de lectura

Era en el piso tres, el edificio no tenía ascensor. Mientras subía las escala escuchaba el eco seco de sus tacos. Sintió el peso de un vecino en la mirilla. Avanzó un piso más, se paró frente a la puerta y dio tres golpes. Era primera vez que iba a la casa de un tipo que conoció en la aplicación de citas, en la primera cita. Nada que hacer, la pandemia forzaba a esta forma de encuentros.

Sintió la goma de la zapatilla rozar el piso al acercarse a la puerta. Abrió él entusiasmado. ¿Cómo estás? ¿Te costó mucho llegar? Rose guardó por dos minutos sus palabras, estaba asombrada con el departamento, cerró fuerte los ojos, evitando la mirada.

Las máscaras africanas colgaban de las murallas del living y comedor, todas de madera, con formas y perfiles distintos. Unas redondas, ovaladas, tamaños tirados al azar, de ojos huecos, otras sin iris ni pupila, con bocas abiertas, gritando para espantar al enemigo o otras con el rictus caído de pena. Varias con pelucas de paja seca. Cada una en su lugar, en un orden perfecto pensado por años.

“¿Hace cuánto vives aquí?” Preguntó Rose. “ Hace más de quince años, pero entra, pasa, pasa, no te quedes en la puerta”.

Él sin preguntar sirvió dos vasos de piscola, trago que no es el preferido de Rose, pero al parecer no había nada más. Estaban en sillones enfrentados, ella no se apoyó en el respaldo y la falda se le acortó cuando se sentó, así que pegó sus rodillas. Le dio pequeños sorbos al trago, sin ánimo de tomar. Estaba perpleja con las caras que vio, que se le multiplicaron en su cabeza con un sinfín de emociones encontradas.

Él inundó el living con su voz dominante, parecía no dejar aire para respirar. Seductor, buscó su mirada para crear intimidad. Era moreno, de sonrisa amplia y abundantes palabras, manos trabajadas a la perfección.


Después de una conversa llena de lugares comunes, donde no encontraron un hilo que los hiciera convenir, cayeron en lo suyo. Mirándose fijamente, él se paró y se sentó a su lado. Rose soltó sus piernas, dejándolas medias abiertas. Él deslizó lentamente su mano hasta que llegó a su entrepierna, ella lo dejó entrar. Le dio un beso en la frente y luego bajó a su boca, metió su lengua agresiva, que hizo que Rose se mojara de una vez. Entonces introdujo su dedo medio en su sexo, mientras con la palma presionaba su clítors haciéndola jadear. El llegó hasta el fondo de su vagina, moviendo su dedo en círculos, como si estuviera buscando algo.


El la miró desafiante, dominándola con el placer que le entregaba. Rose envuelta en la escena solo atinó a desabrocharle el pantalón, cuando el se paró y le dijo que la esperara. Rose creyó que iba por un preservativo.

De la habitación le gritó para que fuera, Rose entró, sobre la cama había una máscara. Era una luna, con ojos tallados y redondos, pintados los iris de color rojo oscuro, con caracoles blancos de nariz. La boca hueca con el rictus caído. Rose saltó del susto dando vuelta la piscola. Luego de secarla, y con cara muy seria, él le explicó que esa era su máscara preferida. Era su trofeo de guerra, una reliquia de colección.

Se sacó la falda aun mojada y mientras el colgaba la máscara ella se tendió en la cama. Él se puso encima y le sacó el calzón, la blusa, el sostén. Comenzó a besarle, los pies, masajeándoselos, chupándole cada dedo, succionándolos. Luego subió con langüetazos hacia su sexo, y lo lamió de un extremo a otro. Ella no podía más de placer, tanto, que se empezó a sentir mareada, su vista se puso nublada, era demasiado, algo debió tener la piscola, y cayó en sueño.

Cuando despertó seguía desnuda y tenía cada extremidad amarrada en una esquina de la cama. Se sintió aturdida y le costó enfocar. Miró la muralla, las máscaras emergían como caras dolientes hacia ella.

El entró a la habitación, tomó una pantorrilla de Rose y le hizo cariño. Serio le explicó “Hoy es la noche de luna nueva, cuando los espíritus salen a bendecir a los guerreros antes a la gran batalla, pero para eso los espíritus necesitan consagrar su alma y alimentarse”.

A Rose le corrían las lágrimas, él la retó y le dijo que no le servía su llanto. Le explicó que era afortunada, que su sangre alimentaría a los espíritus. Sacó un cuchillo, le tomó delicadamente la planta del pie y suavemente lo enterró hasta que salió un hilo de sangre. Con la otra mano le acariciaba el empeine. Entonces tomó la máscara que le había mostrado, y comenzó a esparcir la sangre en los ojos ya rojos. Probablemente los tiñó con sangre de otra mujer, pensó Rose. Repitió palabras indescifrables mientras hacía su ritual. Como no era suficiente sangre, le tomó el otro pie. Masajeó tiernamente su planta, le dio unos besos, mientras le decía que se relajara, que nada iba a pasar, que ella era perfecta, que su vagina era joven al igual que su sangre, que lo había comprobado en el living.

Rose parpadeó.

Sintió la goma de la zapatilla rozar el piso al acercarse a la puerta. Abrió él entusiasmado. ¿Cómo estás? ¿Te costó mucho llegar? Rose guardó por dos minutos sus palabras, estaba asombrada mirando el departamento, cerró fuerte sus ojos, evitando la mirada.






 
 
 

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