Las mil y una noches
- Rose Brancoli
- 30 jun 2021
- 4 Min. de lectura

A seis meses desde la viudez de mi Cristián, que me rajó el corazón con su partida, necesitaba distracción y perderme en los brazos de algún desconocido. Nunca me ha gustado estar sola, así que emprendí la cruzada para buscar un partner y me metí a una aplicación de citas. Conocí dos tipos. Y cómo es el destino, me invitaron a salir el mismo día. Tenía que elegir. Toda la información que manejaba se convertía en pesadilla a la hora de tomar una decisión, eran buenos candidatos. Aprendí que las respuestas en la aplicación deben ser inmediatas, los silencios se castigan con eliminaciones y no estoy disponible para que me descarten. Así de efímero, así de real. Así que rápidamente elegí al de ojos aceituna, el que pensé era árabe, al que le vi las pestañas crespas y las cejas negras y arqueadas. Él galán que imaginé me daría las mil y una noches.
Partí rauda al café, el encuentro era a las 5:30 pm. y salí a las 5:15 pm. Nunca está mal llegar un poco tarde, mejor que espere él a que espere uno. Y ahí estaba, sus ojos tatuados en negro tal cual las fotos de la aplicación. Había elegido bien, por lo menos a lo que de estética se refería. Él ya tenía su café en la mano, y me acompañó a comprar el mío. Como buen macho, no hubo espacio para que yo pagara, de todas formas nunca lo hago. A los 10 minutos ya estaba convencida de que quería encamarme y tanta conversa me parecía pérdida de tiempo. Pero como a los árabes les gustan las señoritas, tuve que hacer el aro un rato hasta que vi cómo le pasó por su cabeza que podríamos tener sexo. No quise esperar a que se le esfumara el sentimiento y rompiendo mi propia regla de no invitar extraños a mi casa en la primera cita, lo invité. Después de darme tres pestañadas, me dijo “encantado”.
Llegamos. Pasamos del café de grano al vodka tónica, era lo que tenía. El color blanco de su camisa contrarrestaba con su piel morena. Manejaba sus ojos como arma de doble filo, y me di cuenta que desde que me vio tuvo la intención de llegar a mi departamento. Se sentó a mi lado, tan cerca que nuestros muslos quedaron rozando, puso su brazo sobre mis hombros. Yo estaba prendida, lista, pero no di la señal porque no le quise quitar el protagonismo del primer movimiento, y así lo hice sentir más macho.
En dos minutos me estaba besando apasionadamente. Sentía como sus labios se abrían para alcanzar mi lengua, mientras que con sus manos exploraba mis pechos y entrepierna. Llegó el hormigueo a mi estómago, tomé su sexo y me dejé acariciar.
Mientras pasaba su lengua por mi oreja, me invitó a mi habitación. Y ahí partimos, abultada de atraques hasta que me tiró encima de la cama. Él quedó parado, abrió sus piernas, y desenfundó su cinturón café, acto seguido desabrochó sus pantalones. Lo miré y cuando vio que estaba mi cierre abierto, tomó mis pantalones de los tobillos y jaló sacándolos de un tirón. Quedé entera y deliciosamente expuesta. Abrí mis piernas para que me viera bien y llamé así su deseo.
Atinó a sacarme los calzones y sostenes. En un gesto abrupto, se posó encima. Me miró a los ojos y sin parpadear me dijo que yo era la mujer perfecta para él, que lo sabía por mi mirada. Abrió el condón con los dientes y cual cow boy se lo puso en menos de un segundo. Yo no estaba tan húmeda como me hubiera gustado, pero que se le iba a hacer, para eso me había metido a la aplicación, así que vamos. Entró en mí, suave y profundo, haciéndome cariño a la vez, besándome tiernamente, dejando sus sentimientos puros revelados y marcados en mi piel.
De repente se distrajo, paró, miró sus pies, me miró extrañado, volvió al ritmo.
De nuevo paró, volvió a mirar sus pies y me preguntó si tenía gato. “¿gato?” le contesté que no. Revisó el perímetro de la habitación, miró debajo de la cama. “Estoy seguro que hay algo aquí, me tocó los pies varias veces”, dijo entre asustado y nervioso, se empezó a vestir. Lo convencí para que se quedara, a punta de ruegos. Yo estaba caliente y no me iba a quedar así. Por lo demás era una volada de él, debían ser calambres. Con cara de desconcertado volvimos a lo nuestro, se olvidó del asunto, me dio besos en los pezones, reconoció mi clítoris y me exitó con piropos, “eres la mas linda”, “tu energía me encanta”,
"es una suerte haberte conocido”.
El montado sobre mí, los dos dándolo todo, cuando caí en cuenta que mi adorado Cristián me masajeaba los pies en la cama por las noches. Desde su muerte había sentido su presencia varias veces. Si se los tocó a mi galán era señal de que estaba ahí, presente, un muerto en vida. Miré todos los espacios de la habitación para encontrar señales de él en algún rincón, pero no vi nada. Mi galán siguió sobre mi, apasionado, pujando lento, cada vez con más emoción, como si se le fuera el corazón en cada estocada.
Gritó eufórico, me dijo que vio a alguien que nos miraba. Luego, se le pusieron los ojos blancos, llevó la palma de la mano al pecho, comenzó a respirar con dificultad, cada vez mas espaciado y forzado, se ensimismó y de un golpe cayó sobre mí. No respiró más. Quedé helada, sin saber qué hacer. Traté de esquivar su peso para darme cuenta que él seguía erecto y en mi vagina, que se contrajo por el susto. Respiré profundo, bajé el ritmo de mi propio corazón hasta que los músculos se relajaron y pude desprenderme de él.
Esa fue la última vez que estuve con un hombre real, después del galán árabe me tomó meses volver a la carga, porque él tampoco quiso irse de mi departamento. Él y Cristián tocaban los pies de mis citas o se aparecían en algún lugar. Al final y después de varias vueltas los asumí y me salí de la aplicación. Se turnan para estar conmigo, me acompañan, siento el peso de ellos en la cama mientras duermo, sus manos infiltrarse debajo de mi piel, acariciándome, recorriéndome, irradian calor a mi sexo a cualquier hora del día y espero el ritmo pujante de los dos acomodándose en mi cuerpo. Nada mal para estar sola.
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